Tras las últimas elecciones, ha habido mudanzas en la diputación de Barcelona. El pacto entre el Partido Popular y Convergència i Unió asegura una nueva gobernanza y supone un cambio regenerador en esta institución clave del sistema político catalán. El pacto entre el PP y CIU conlleva un traspaso de notable calado: el Partido Popular asume la responsabilidad del área de cultura. Esta noticia me sugiere hoy alguna reflexión.
Desde el siglo XIX, hay una idea que -más o menos cierta- ha calado en la cultura política y en el imaginario colectivo de nuestro país. Resumámosla en pocas palabras y en su parcial simpleza: la derecha se dedica a la economía y, a veces, a conservar la tradición espiritual del país, mientras a la izquierda le corresponde la cultura, el pensamiento y la reforma social. Se trata de una concatenación de ideas que ha tenido algo de cierto, aunque la historia nos exigiría matizaciones importantes (¿no es verdad, por ejemplo, que muchos de los avances sociales de finales del siglo XIX y principios del XX se debieron al partido conservador cimentado por Cánovas del Castillo?). En cualquier caso, quedémonos por hoy con el estereotipo. En la historia contemporánea de España, se ha asociado habitualmente la figura del intelectual con el republicanismo, el liberalismo ilustrado o el socialismo. Una prueba reciente de la supuesta primacía moral e intelectual de la izquierda en el ámbito cultural es que el mismo Artur Mas ha entregado la Conselleria de Cultura de la Generalitat a uno de los ideólogos de la política cultural socialista en la Catalunya democrática: Ferran Mascarell, un hombre sin duda valioso.
La izquierda ha comprendido mucho mejor que la derecha la importancia nuclear de la cultura en el desarrollo de la vida social. En el fondo, los cambios políticos, morales y hasta económicos responden, habitualmente, a transformaciones culturales anteriores. La lógica de la democracia obliga a los políticos, en buena medida, a corroborar y a normalizar legalmente lo que ya se ha impuesto culturalmente en las mentalidades sociales. Apuntemos algunos casos. La Revolución Francesa, por ejemplo, fue la explosión sociopolítica de un conjunto de ideas elaboradas a lo largo de la Ilustración por una pequeña élite intelectual. Mucho más cercano a nuestros días es el caso de la teoría de género, que impregna inequívocamente la conciencia social, el discurso y las relaciones en el espacio público. La teoría y la práctica del género –con sus aportaciones emancipadoras y su preocupante tendencia al constructivismo antiecológico y a la ingeniería social- es la decantación de algunas corrientes intelectuales forjadas en ámbitos académicos que han acabado calando en el imaginario colectivo.
Fue el marxista italiano Antonio Gramsci quien mejor comprendió la íntima relación entre hegemonía cultural y dominio político. Al fin y al cabo, como señalaba Nietzsche, lo que mueve el mundo son las ideas, y lo que mueve las sociedades son los paradigmas mentales. Toda actuación humana es encarnación de ideas, concreción y materialización de concepciones económicas, políticas, filosóficas, morales, familiares, religiosas, etc. Quién logra marcar el compás del discurso público en una sociedad consigue orientar el futuro de la comunidad. Durante demasiado tiempo, la derecha española ha cedido la batuta cultural a la izquierda. Timorata, y probablemente amedrantada por la sombra del franquismo, la derecha ha desertado del debate de ideas. Ha llegado el momento de revertir esta tendencia. Hay que decirlo alto y claro. En una sociedad liberal como la nuestra, ningún sector social debe intentar imponer un monopolio ideológico y cultural. Parte de la riqueza de nuestra sociedad y de su desarrollo civilizatorio y económico, se basa en la libre discusión y confrontación de ideas en la esfera pública. Ahora bien, los sectores liberal-conservadores de este país no podemos permitir tampoco que el paradigma de interpretación de la realidad preconizado por la izquierda siga gozando de un pedigrí especial, de una legitimidad apriorística y de una patente de corso que no tiene razón alguna.
El marxismo que ha inspirado a las élites culturales españolas en los últimos decenios entró hace demasiado tiempo en barrena. La socialdemocracia está en crisis en toda Europa. La ingenuidad buenista en el campo antropológico y el relativismo nihilista en la esfera ética se han demostrado inconsistentes. Son un resguardo sencillo para los perezosos intelectuales. El proyecto educativo de la izquierda ha desesperado a los docentes de secundaria y ha permitido el crecimiento de unas hornadas de jóvenes igualadas culturalmente por lo raso. El multiculturalismo es simpático, pero simplón e ineficaz para articular y cohesionar una sociedad. Es verdad que entre las ruinas de este edificio intelectual, algunos han encontrado una nueva fuente para seguir manteniendo con cierta dignidad un discurso público: se trata del ecologismo –que contiene, sin duda, argumentos convincentes y exhortadores. Ahora bien, no parece que la religión del panteísmo naturista tenga suficiente fuerza para vertebrar todo un programa cultural.
No encontramos, por tanto, el motivo por el qué la izquierda ideológica deba seguir ostentando la dirección intelectual de nuestro país. En realidad, es momento de dejar de hablar de izquierdas y de derechas, de progresistas y conservadores en el ámbito cultural. Ha llegado la hora de orillar las etiquetas y de poner de nuevo en el centro de la vida cultural a la razón. Esa razón –esa búsqueda dialógica de las verdades fundamentales- por la que tanto lucharon los ilustrados. Nos encontramos ante el reto de redescubrir el sentido que la cultura tiene en la vida individual y social (dedicaremos a este tema un artículo posterior). Tenemos ante nosotros la tarea de repensar los ejes ideológicos, políticos y morales de la vida comunal. Esta es la ventaja de las crisis. Señalan las deficiencias de los edificios viejos y demandan creatividad para una remodelación a fondo. La derecha catalana y española no puede limitarse a ofrecer algunas soluciones técnicas para trampear la crisis económica y volver a un periodo de bonanza material. Las personas, al fin y al cabo, no sólo vivimos de pan y de coches, sino de sueños, de proyectos comunes y de vectores de sentido. No es tarea exclusiva de los intelectuales liberales y conservadores diseñar la arquitectura de la sociedad post-crisis. Se trata de un proyecto que debe ser conjunto. Ahora bien: el centro-derecha español y catalán está dispuesto y preparado para pilotar una renovada vertebración simbólica de la comunidad. No es una tontería. El hombre -dice el antropólogo Ernst Cassirer- es ante todo un ser simbólico. Es hora de desplegar un nuevo horizonte de sentido común. Es hora de recuperar el realismo y la ilusión. Es la hora de la cultura.
Antoni Bosch Carrera. Notario de Barcelona y profesor universitario.