Ascenso del dragón

Ascenso del dragón. Festividad china con dragón.

El giro inesperado: ¿de la caída del muro a la descomposición occidental y el ascenso del dragón? La caída del Muro de Berlín en 1989 marcó, para muchos, el fin de una era y el triunfo inminente de la democracia liberal. El tablero geopolítico, durante décadas dividido entre el bloque comunista liderado por la URSS y el mundo capitalista bajo la égida de Estados Unidos, parecía haberse unificado bajo una bandera de libertad y progreso. Francis Fukuyama incluso aventuró el «fin de la historia». Sin embargo, tres décadas y media después, el giro del mundo no solo no se ha ralentizado, sino que ha tomado derroteros que pocos anticiparon, llevando a un escenario de multipolaridad difusa y desafíos ideológicos complejos.

El fin de la bipolaridad y el ascenso silencioso

Tras la disolución de la Unión Soviética, el mundo occidental celebró lo que parecía ser una victoria sin paliativos. Se desvaneció el telón de acero, esa elocuente metáfora de Churchill, y el sistema democrático-liberal se erigió como el modelo a seguir. Pero la aparente uniformidad fue efímera.

Mientras Occidente se regodeaba en su «victoria», un nuevo actor emergía silenciosamente: China. No se trataba de una democracia al uso, ni de un comunismo soviético. Lo que Rafael Dezcallar describe en «El ascenso de China» es un modelo híbrido, una suerte de «comunismo capitalista» o, en ciertos paralelismos, un sistema que guarda similitudes con el franquismo por su férreo control por parte del Partido Comunista Chino (PCCh). Este partido, lejos de abanderar ideales de apertura, se muestra tremendamente conservador en lo social: pro-familia, pro-comunidad, pro-vida y anti-divorcio, buscando una sociedad ordenada donde cada individuo tiene su lugar. China no es un mero competidor; es un «tercero en discordia» que ofrece al mundo un modelo alternativo al liberal.

La descomposición occidental: entre populismos y guerras culturales

Paralelamente al ascenso chino, el «gran Occidente» —Estados Unidos y Europa— ha empezado a mostrar fisuras internas significativas. La emergencia del populismo es quizás el síntoma más evidente. Figuras como Donald Trump o Javier Milei, a menudo tildadas de «payasos» por sus estilos heterodoxos, han irrumpido en la escena política, canalizando el descontento de amplios sectores de la población.

Pero el problema va más allá de los liderazgos. El occidente que Niall Ferguson analiza en «Occidente y el resto» se enfrenta a una profunda «descomposición social». La ideología de género, los debates identitarios y, sobre todo, la disolución de la familia como pilar fundamental, parecen «disolverse como un azucarillo», debilitando las estructuras tradicionales que cohesionaban nuestras sociedades. Agustín Laje, en «La batalla cultural«, ofrece un análisis crítico de estos fenómenos que, según su perspectiva, erosionan los cimientos de la civilización occidental.

La paradoja cultural: lealtad vs. abandono

Existe una ironía profunda en este panorama global. Occidente, cuya esplendor cultural y filosófico ha emanado en gran medida de las raíces cristianas, parece estar abandonando ahora estas bases por ideologías que muchos consideran espurias. Mientras tanto, potencias emergentes como China, Rusia o India, lejos de abrazar acríticamente los postulados occidentales, permanecen firmemente arraigadas en sus propias tradiciones filosóficas y religiosas. El confucianismo en China, la ortodoxia en Rusia o las diversas tradiciones espirituales en India continúan articulando los estilos de vida y las cosmovisiones de sus pueblos, proveyendo una estabilidad cultural que contrasta con la fluidez ideológica de Occidente. Este apego a sus raíces les confiere una cohesión que Occidente, inmerso en su propia deconstrucción, parece estar perdiendo.

Esta visión resuena con la obra del filósofo alemán Oswald Spengler (1880-1936), cuya monumental «la decadencia de occidente» (originalmente «Der Untergang des Abendlandes») postulaba que las grandes culturas, al igual que los organismos vivos, nacen, crecen, maduran y, finalmente, decaen. Para Spengler, cada cultura posee un «alma» única que se manifiesta en todas sus expresiones, desde el arte y la ciencia hasta la política y la religión. El creía que la civilización occidental, tras alcanzar su zénit, estaba entrando en una fase de «civilización» (entendida como la etapa final, osificada y materialista de una cultura) caracterizada por el expansionismo, el gigantismo y la pérdida de la vitalidad espiritual que la había forjado. Una profecía que, a la luz de los acontecimientos actuales, adquiere una inquietante actualidad.

El fondo de la cuestión: libertad vs. control

Es crucial ir al fondo y no quedarse en las formas. La aparente «dictadura» de los estilos de Trump o Milei, por disruptivos que sean, se enmarcan en sistemas democráticos. Podemos estar de acuerdo o no con sus políticas, pero son el resultado de procesos electorales y operan dentro de marcos constitucionales que, al menos en teoría, garantizan libertades. Son, en esencia, actores democráticos, por muy singulares que nos parezcan.

El fondo chino, en cambio, es innegable: una gran dictadura. El control del Partido Comunista Chino sobre la vida de sus ciudadanos es creciente y absoluto, limitando drásticamente las libertades individuales. No hay libertad de expresión genuina, ni libertad de prensa, ni un sistema judicial independiente. La ausencia de libertad y el control partidista son los pilares de su modelo.

Así, la cuestión fundamental que se nos plantea hoy es la de siempre, pero con nuevos matices y actores: ¿queremos libertad y democracia, con todas sus imperfecciones y riesgos de descomposición interna, o preferimos la dictadura del partido y la ausencia de libertad a cambio de una promesa de orden y estabilidad?

El mundo sigue girando a una velocidad vertiginosa. Entender su rumbo exige ir más allá de las superficialidades y analizar las profundas corrientes ideológicas y geopolíticas que lo moldean.

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